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Levitación I

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Un hombre vestido de gris y pañoleta negra al cuello atraviesa el pueblo apretando en la mano izquierda tres nudos de un hilo blanco y tan delgado que a momentos desaparece ante los ojos sorprendidos de los niños que ahora lo siguen boquiabiertos mirando muy alto. El traje de jerga oscura se detiene de pronto y deja caer sobre los pequeños unos ojos desdeñosos y melancólicos; respira hondo como un animal cansado y vuelve a marchar oculto su rostro bajo un sombrero de copa viejo y polvoriento. Sus pasos largos y pesados resuenan en la callejuela dorada de sol atardecido. Las personas se detienen a medida que el hombre avanza y lo miran de pies a cabeza, siguen los hilillos ahora hechos de oro y ahí arriba se quedan contemplando asombrados el curioso fenómeno. Detrás de él, una comitiva infantil camina también en silencio. Ni una palabra, ni un susurro escapa de ese tiempo espeso. sólo de vez en cuanto un ligero tintineo resquebraja el abismo y los murmullos corren y se detienen de nuevo y ahí arriba los objetos cotidianos de una vida también cotidiana giran lentamente flotando inalcanzables; los cubiertos brillan dorados tratando de escapar, atados a una realidad que no les corresponde, privados de su mágica gracia in extenso.
Se detiene, de pronto todo se detiene, también sus pasos ya cansados, mira a su alrededor; todo el pueblo ha salido a ver lo que sucede. Ya sin saber a dónde ir, levanta la mano enorme hecha un puño, lentamente la deja abrirse y los hilillos se escapan después de hacerle una cosquilla fugaz. Los cubiertos, como globos delicados, van alzando el vuelo y golpeando de vez en cuando y lo único que baja es el tin-tin agudo ya casi transparente. La gente no termina de creerlo, no habla, no baja para nada la mirada hasta que el enorme costal con sombrero de copa empieza a alzarse también en una levitación que no termina. Al alcanzar cierta altura, el sol lo abraza y lo envuelve en un aura inmaculada; sigue alejándose dulcemente mecido por la brisa tibia que ahora lo dirige. Ya luego, cuando su traje gris es apenas un punto negro en el cielo rojizo, la gente regresa a casa en silencio para terminar de preparar la cena, los niños vuelven a la plaza persiguiendo esa primera luciérnaga de la noche y nadie recuerda más el extraño caso que acabo de contarles.

Tiempo

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Miro el tiempo detenidamente, cada uno de sus detalles tribiales y monstruosos, sus ausencias, sus repeticiones incansables, cada uno de sus caprichos yendo y viniendo a lo largo de mi vida tan efímera; lo veo así abstracto pero aún real e hiriente, veo cómo se me escapa de las manos mientras más intento contenerlo. Mis manos, llenas de esa sensación de eternidad van envejeciendo ante mis ojos; se quedan vacías, se quedan solas extrañando esa tibieza que ahora tampoco las habita.